Comentario
El desenlace de la campaña del Norte jugó un papel de primerísima importancia y por lo tanto sirve para establecer una cesura cardinal en la guerra civil. Por eso, una vez abordada esta etapa bélica, tiene sentido aludir a determinados aspectos de la guerra que sería posible tratar desde una perspectiva cronológica pero que alcanzan mejor comprensión al ser objeto de una referencia continuada. Abordaremos, pues, en primer lugar el aspecto económico de la guerra civil, la constitución paralela de dos maquinarias bélicas y la evolución política de los dos contendientes que a la altura de finales de 1937 había quedado perfilado de una manera definitiva.
Para las dos zonas en que quedó dividida España el estallido de la guerra supuso una conmoción, aunque de diverso grado y carácter. Algunos fenómenos se dieron en ambas mientras que, como es lógico, la respectivas políticas económicas fueron no sólo distintas sino radicalmente opuestas. Dada la tradicional vinculación con el exterior de la economía española ambas zonas necesitaron de la ayuda exterior y también de las importaciones.
El caso más evidente es el de los productos petrolíferos tan decisivos para la guerra. La CAMPSA, de los sublevados, se benefició de un tratamiento benévolo de la empresa norteamericana Texaco, que proporcionó 1.000.000 de toneladas en condiciones favorables, aunque bajo pago, mientras que el Frente Popular no obtuvo estas ventajas. De todos modos, para este último bando resultó un problema mayor el del abastecimiento de alimentos y ello por una razón obvia: así como en la zona controlada por el Frente Popular se concentraba originariamente la mayor parte de la industria española, sucedía lo contrario con la agricultura. La zona del Frente Popular no tuvo más que una quinta parte del ganado vacuno, una décima del ovino y algo menos de un tercio del trigo, para una población que, como sabemos, era superior a la de la zona adversaria. Así se explica que, a pesar del pronto racionamiento, desde el principio hubiera dificultades en este terreno, que fueron mucho menos sentidas por los adversarios. En parte ello se debió también al desplazamiento de la población: a la altura de marzo de 1938 había en Cataluña unos 700.000 refugiados.
La guerra civil, con la consiguiente movilización de los recursos humanos en ambos bandos, supuso la desaparición del paro. En cambio, inmediatamente se disparó la inflación en las dos zonas aunque en unas magnitudes muy diferentes: en la zona sublevada la inflación fue del 37 por 100 durante todo el período bélico, mientras que en la controlada por el Frente Popular, sólo durante los últimos meses de 1936, se alcanzó la cifra del 50 por 100 y en los primeros de 1937 se pasó a un 60 por 100; es posible que las medidas sociales adoptadas por el Gobierno jugaran un papel importante en esta evolución.
Si esos fueron los problemas comunes de las dos Españas en guerra hubo otros que fueron resueltos de manera muy distinta. El principal de ambos bandos fue, como es lógico, el de financiar un esfuerzo tan considerable como es siempre una guerra civil y a este respecto no pueden imaginarse políticas más diferentes, que revelan la distinta posición de cada uno en el escenario internacional. Como dijo un funcionario de Hacienda que permaneció leal al Gobierno, "Burgos tuvo la habilidad o la fortuna de hacer la guerra a crédito". Fue más lo segundo que lo primero, porque incluso si la primera hubiera sido enorme no hubiera permitido enfrentarse al conflicto con mínimas garantías de victoria.
Igual que el adversario, el bando sublevado recurrió a suscripciones, recortes en los sueldos de los funcionarios y otras medidas, pero el principal mecanismo de financiación de que dispuso fue de manera clarísima la cesión de armas a crédito por parte de Italia y Alemania. Se ha calculado que la España de Franco recibió entre 659 y 681.000.000 de dólares de la época, cifra que está muy cercana a la de la España del Frente Popular, como veremos inmediatamente, y que por tanto parece demostrar una cierta equivalencia entre la ayuda conseguida del exterior por los dos bandos. La financiación a crédito, por otro lado, implicaba un grado de compromiso por parte de los prestatarios muy superior al de las potencias que vendían a cambio de un pago inmediato contante y sonante.
La financiación del Frente Popular probablemente no podía ser más que ésa y a ella se lanzó desde el principio el Gobierno porque no tenía otro remedio. Al hacerlo desde el primer momento, angustiado por la situación, en realidad no hizo otra cosa que contribuir a malacostumbrar el mercado internacional de armamento. Esto parece haber sido especialmente cierto en el caso de los primeros meses de guerra, en que los emisarios del Gobierno republicano gestionaron la venta de una primera parte de las reservas de oro españolas en Francia. Dichas reservas habían sido consideradas por Prieto como una de las ventajas más claras con las que contaban los que acabarían perdiendo la guerra. Constaban de unas 640 toneladas de oro fino, equivalentes a 725 millones de dólares de la época.
Desde una fecha muy temprana los gubernamentales recurrieron, pues, a este procedimiento de financiación, que motivó las protestas airadas del adversario. Con todo, la decisión no fue definitiva hasta septiembre de 1936, fecha en que la totalidad del depósito aurífero fue trasladado a Cartagena de donde partiría para Rusia inmediatamente. La cantidad allí enviada supuso el 73 por 100 del total existente (460 toneladas), fue fundida y en su mayor parte se vendió para la obtención de divisas en París: sólo un tercio parece haber sido abonado directamente a la URSS. Todo hace pensar que antes de concluir la guerra estaba ya agotada la cuenta española, pero falta comprobación documental expresa de lo sucedido con estas cantidades. En cualquier caso parece evidente que el Gobierno del Frente Popular dependía por completo de la URSS en cuanto a sus aprovisionamientos y ésta podía, por tanto, ejercer una influencia decisiva sobre los precios del armamento.
De los depósitos de oro español tan sólo una pequeña cantidad (40 toneladas, que estaban situadas en Mont-de-Marsan, en Francia) pudieron ser recuperadas por los vencedores de la guerra. Los vencidos liquidaron también la mayor parte de las reservas de plata, mucho menos valiosas (20 millones de dólares). Durante años la cuestión de las reservas de oro del Banco de España fue objeto de una propaganda persistente por parte de los seguidores de Franco, cuando, como se ha visto, ante todo lo que revelaba lo sucedido era la muy diferente manera de tratar sus aliados a los dos bandos españoles.
La política económica seguida por los dos bandos resultó muy distinta, porque divergentes eran también las concepciones fundamentales, aunque hubiera una obvia coincidencia en lo que respecta a las tendencias centralizadoras y a la creciente intervención del Estado. No es extraño que esta tendencia se diera también en el bando franquista porque éste asumió las tesis nacionalistas en materia económica que habían caracterizado a la derecha española desde comienzos de siglo; de ahí que haya podido decirse que lo que luego sería el Instituto Nacional de Industria había quedado ya presagiado durante la guerra civil; de hecho, Franco siguió concediendo una relevancia singular al período bélico incluso cuando empezó a practicarse en España una política económica que nada tenía que ver con la de aquella época.
Parece que esta movilización militar de la economía que partía de la citada voluntad centralizadora y estatista tuvo éxito, pues así parecen demostrarlo las cifras de recuperación de la industria vasca después de la campaña del Norte. Quizá en el apartado en que fue más precisa una línea de conducta por parte de los inspiradores de la política económica del llamado Nuevo Estado fue en lo que respecta a la política agraria. En agosto de 1936 se procedió a la suspensión de la reforma agraria, aunque la tierra no sería efectivamente devuelta hasta comienzos de 1940. Esta medida se vio completada con la creación, en el verano de 1937, del Servicio Nacional del Trigo, que satisfizo, mediante la compra por parte del Estado de la cosecha de trigo, los intereses de los pequeños agricultores de la mitad Norte de la Península. Desde fecha muy temprana el bando sublevado creó su propio signo monetario que se cotizó por encima del republicano; tuvo también su propio Consejo del Banco de España, con el apoyo mayoritario de los accionistas, lo que le permitió hacer la reclamación del depósito de oro.
En el bando adversario lógicamente el punto de partida revolucionario implicaba un mayor grado de experimentación en el terreno económico, y al mismo tiempo la fragmentación del proceso revolucionario obligaba a una concentración de las decisiones para la mejor eficacia de la maquinaria bélica. Ambos rasgos deben haberse dado en la totalidad de la geografía peninsular, pero nos resultan especialmente bien conocidos en el caso de Cataluña. Allí en agosto de 1936 se creó un Consell d'Economía que diseñó un Plan de Transformación Socialista del País, que suponía, aparte de las colectivizaciones de la agricultura y la industria, el monopolio del comercio exterior, la disminución de los alquileres, el establecimiento de un impuesto único, etc., pero la verdad es que no existió un modelo claro de régimen económico al que se quisiera llegar.
Las medidas tomadas en agricultura y en industria no hicieron otra cosa que consolidar las colectivizaciones llevadas a cabo espontáneamente. La mejor prueba de esas dudas reside sobre todo en el hecho de que se siguiera especulando sobre la futura organización económica (debido a esto se celebraron en diciembre de 1936 unas jornadas sobre Nueva Economía) mientras que los enfrentamientos entre los diversos partidos eran a menudo muy duros. Según Comorera, principal dirigente del PSUC, los primeros meses de guerra habían sido de "errores graves, aventuras y ensayos lamentables y peligrosos", mientras que en el otro extremo, el POUM aseguraba que "para un marxista el problema no está situado en el mapa militar sino en la lucha de clases". Tan duras discrepancias sólo pudieron ser superadas con el paso del tiempo, a medida que la guerra iba imponiendo sus exigencias.
Durante el año 1937 la centralización de las decisiones se hizo en beneficio de la Generalitat, que disponía de un interventor en las empresas colectivizadas y sobre todo del instrumento del crédito. La creación de una comisión de industrias de guerra en agosto de ese año y el decreto de intervenciones especiales en noviembre aumentaron ese poder, pero en la etapa final de la guerra la presencia en Barcelona del Gobierno republicano tuvo como resultado una creciente influencia de éste, desde donde se habían alzado voces contra la manera de cómo la industria catalana había respondido a las necesidades de la guerra. Los índices de la producción industrial no son desde luego muy satisfactorios, sobre todo en la primera etapa de la guerra. A finales de 1936 habían descendido a la cota 69 (para enero de 1936 =100) y no se recuperaron sino que descendieron en cascada ya en 1938.
Es obvio que había graves problemas de abastecimiento y de desorden productivo y que hubo también ramas de la producción en las que se produjo un crecimiento, como la metalúrgica, pero la conclusión final acerca de la evolución económica catalana no puede ser positiva. En Valencia también se siguió un camino semejante hacia la creciente intervención del Estado, principalmente por la necesidad que tenía éste de controlar ese instrumento para conseguir las preciadas divisas que se obtenían con la exportación de los agrios.
Queda con esto descrita la divergencia existente entre las dos políticas económicas. Como veremos, también en materias militares y políticas las dificultades de los vencedores fueron mucho menores que las de los gubernamentales.